Noche de sábado, 27 años, en primavera, cuando las noches son más cálidas, el rock suena más fuerte y la cerveza sabe mejor. Y yo en casa, con una manta polar encima, sin nada para beber y ganas de ir al baño cada treinta minutos de tanto reír con una película de Woody Allen.
Woody Allen, por Dios.
Lo extraño es que, tiempo atrás, aunque podía reconocer la genialidad de sus diálogos y asegurar que, estructuralmente, sus comedias son de las mejores jamás concebidas en cine, no las disfrutaba. No importaba cuántas veces pusieras Annie Hall frente a mis ojos, o lo mucho que me dijeras que es una obra maestra. Aún así no iba a reír.
Algo cambió, sin duda alguna. No lo vi venir, ni sé bien lo que es. Pero no salgo mucho, y veo películas cada sábado.
¿Sabían que requiere más procesos mentales conectar todas las referencias en una película de Woody Allen de lo que se necesita para escribir una página de tu tesis? Créanme, hice los cálculos. No los anoté, por supuesto.
Debe ser que el que sólo quede un mes para entregar esta porquería me pone más irritable. Es como cuando mientes a alguien y te lo encuentras en todos lados, y tienes un peso enorme en tu conciencia y lo evitas. Salvo que esto es un documento increíblemente aburrido, el cual aún no tengo idea cómo hacer, y que odio por el mero hecho de existir.
Me refiero a que, nunca puedes estar totalmente seguro. Por eso, lo mediocre siempre parece ser la mejor opción. ¿Dar tu mejor esfuerzo? No sabes si será valorado. Y es casi imposible tener la certeza de que el resto va a entender lo que hiciste, o desligarte de toda emocionalidad y simplemente hacer siempre lo mejor que puedas. No habría razón para hacer las cosas bien si no nos provocase algún tipo de satisfacción.
Entonces, tal vez así es la vida ahora. Una serie interminable de días tranquilos, donde no vas a despertar en un sitio eriazo con un brazo torcido y moretones en todo el cuerpo sin saber cómo llegaste ahí, ni tampoco vas a orinar un cajero automático del banco Santander, patear conos de tránsito hacia hoyos en el pavimento o beber una botella de ron cantando himnos élficos en plena avenida Alemania.
Un amigo me decía hoy que lleva dos semanas esforzándose para dar un examen, estudiando día y noche, y que aunque obtenga una calificación sobresaliente en su test, de todas formas va a quedar estancado; posiblemente repetirá el año y, en 2010, deberá sentarse en una sala normal, con gente en constante estado de euforia y bipolaridad, donde ni las apariencias te salvan: un colegio de enseñanza media. Un horror que se evitaría si no existiera la Educación Cívica, o el Inglés.
Porque, y en esto quiero ser enfático, ¿cuál es el punto de que sepamos un poco de todo? Ninguno de nosotros va a ser bueno en cada cosa que estudiemos o hagamos, seamos honestos. Tenemos algunas habilidades, eso lo acepto, pero fracasamos miserablemente al intentar lo demás. Por eso pagamos para que nos corten el pasto, nos arreglen la ducha, calculen nuestros impuestos o nos saquen de la cárcel. Todo lo que se necesita para vivir en este mundo es un poco de sentido común y al menos una habilidad a la cual podamos sacarle dinero.
Mi amigo es bueno en matemáticas. ¿Por qué no puede simplemente hacer algo con números, y olvidarse de lo demás? No se lleva bien con la gente y, básicamente, no le interesa. Pero, piénsenlo, ¿realmente necesita hacerlo? Francamente, si va a ser un matemático, o un chico de las computadoras, que programe binarios todo el día, podría decirse que la sociedad espera cierta apatía de su parte.
Eso es lo que me agrada de mi amigo, y detesto de mí y de tantos otros. Nuestra incapacidad para reconocer lo limitados que somos. Siempre creemos que podemos mejorar, y que podemos tratar tantas cosas para darle diversidad a la vida. Y cierto es que podemos hacerlo, siempre podemos intentar. Pero en muchas de ellas fracasaremos, y es una verdad insalvable, que no nos hace pesimistas ni personas de oscuro corazón. Simplemente, vivimos la realidad, nos miramos al espejo y vemos quiénes somos y para qué servimos. No es un pensamiento triste, pues nos amamos tal cual somos, pero si no nacimos para nadar quince metros en un par de minutos, ¿por qué deberíamos frustrarnos si no lo logramos?
Y yo no sirvo para salir todos los fines de semana y convivir con las apariencias, con discursos anquilosados y perros que ladran más fuerte de lo que jamás podrían morder. Tal vez no necesito hablar de música con la gente para disfrutarla. Digo, ellos nunca podrán sentir lo que yo siento cuando la escucho. Tal vez una noche de sábado viendo películas de Woody Allen es todo lo que tú o yo podemos necesitar para estar en armonía, tranquilos, sabiendo que no estamos trabajando en lo que debemos hacer, pero al menos -y, no lo subestimen, es un gran al menos- podemos disfrutar el día, de forma honesta y sin dañar a nadie en el proceso.
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