Amor, alergias, and stuff. Cambio de hora del mal, al que aún no me acostumbro. Menos de un mes para entregar la tesis, malas temporadas de series buenas y series nuevas que sorprenden -un poco.
No salgo de casa lo suficiente como para ver los árboles verdes, el polen perseguirme como gato en celo, o comer un helado Centella mientras camino por alguna avenida fome.
Y si saliera a la calle, ¿qué vería? Cerca de mi casa hay muchos colegios. Seguramente, parejas adolescentes hablando cosas divertidas. Compartiendo los audífonos de un reproductor de mp3, o un celular de última generación. Mirándose con complicidad, viviendo la adrenalina de ser descubiertos por sus compañeros. Tocando sutilmente sus dedos de las manos, estrechando sus auras en un intento inocente por compartir algo más, que no conocen bien.
Hace muchos años, me intrigaba el amor joven. Porque el de los adultos es más conciente y mágico, y el de los ancianos me da un poco de asco. Cuando estaba en el colegio, el amor me parecía una pérdida de tiempo, y no entendía la razón de su incesante caza por tantos de mis compañeros o amigos. Como si no fuese suficiente terminar el Final Fantasy 7 sacando todos los secretos del juego, o ganar con Perfect un torneo de Street Fighter Alpha 2; algo faltaba en sus vidas, que un mazo Necropotencia o decenas de comics de Marvel no podrían llenar.
Y entonces vi a algunos, que de pronto empezaron a salir con chicas. De las más diversas edades y tamaños. Se besaban en parques y vehículos públicos, y se tomaban la mano para todo, como si de ello dependiese el ritmo del universo. Noté que otros los miraban con envidia, como si esa situación evidentemente más compleja y cuestionablemente más feliz fuese deseable, hasta el punto de la obsesión.
Simplemente, no entendía. El sexo era todo lo que, se suponía, perturbaba la mente del adolescente promedio. El amor, en su estado más puro e inocente, se alejaba de todos los objetivos inmediatos de cualquier chico de quince años. Lo hormonal no me era ajeno, e incluso era parte de la coherencia que esperaba ver en todo mi ambiente. Pero gente deprimida porque una chica no lo miraba de la forma en que querían, o la incapacidad de ser honestos sobre sus sentimientos. Qué idiotez.
Y entonces vi a algunos, que de pronto empezaron a salir con chicas. De las más diversas edades y tamaños. Se besaban en parques y vehículos públicos, y se tomaban la mano para todo, como si de ello dependiese el ritmo del universo. Noté que otros los miraban con envidia, como si esa situación evidentemente más compleja y cuestionablemente más feliz fuese deseable, hasta el punto de la obsesión.
Simplemente, no entendía. El sexo era todo lo que, se suponía, perturbaba la mente del adolescente promedio. El amor, en su estado más puro e inocente, se alejaba de todos los objetivos inmediatos de cualquier chico de quince años. Lo hormonal no me era ajeno, e incluso era parte de la coherencia que esperaba ver en todo mi ambiente. Pero gente deprimida porque una chica no lo miraba de la forma en que querían, o la incapacidad de ser honestos sobre sus sentimientos. Qué idiotez.
Eventualmente, las generaciones cambiaron. Ya no había razón para ocultar nada. Para no frotarse con la chica que te gustaba. Abrir su blusa en medio de un baile a la usanza tribal precolombina. Jadear en su rostro y sudar sobre su hombro. La confusión, casi entrañable, de los amores adolescentes de mis tiempos es sólo un recuerdo absurdo y risible de lo que nunca entendí por completo.
Hoy, Rocío puede tomar su auto, pasar a buscar a Macarena a su casa, y conducir hacia la playa, mientas la pelirroja y pecosa joven le besa el cuello. Pueden beber una botella de licor de anís mientras bailan canciones de los Silversun Pickups o The Killers. Y luego, hacer el amor sobre una manta, besarse hasta el amanecer, jurar que no han visto belleza más completa y perfecta que la que tienen frente a sus ojos. Regresan a casa, se duchan y van al colegio. Donde todos viven un ritmo distinto, y a nadie le importa que Rocío tenga ojeras, o el labio superior hinchado.
No puedo evitar envidiar esta generación. Nada importa, realmente. Todo es veloz, y nada requiere sentido. Las explicaciones siempre sobran. Ellos saben que la religión priva la libertad de conocimiento, desde antes de llegar a la enseñanza media. La ropa es cómoda, porque es instrumental más que estética. El rock se vive en todos lados, y nadie te juzga si no hablas en todo el día, ni te pregunta qué anda mal. Todo es sorprendente, indiferente, y deliciosamente, normal.
Podría ser una primavera interesante de observar. Pero a mis cortos años, ya estoy demasiado viejo para mirar a los adolescentes ser, y sentirse como el celta del siglo trece viviendo en el Renacimiento. Cualquier intento por encajar es patético y soez. Desagradable a la vista y al gusto. La dignidad, hoy, para nosotros está en reformular nuestra libertad y proyectarla hacia el futuro. Pero sin duda alguna, nuestros hijos van a vivir en un mundo, cuando menos, muy interesante.
Podría ser una primavera interesante de observar. Pero a mis cortos años, ya estoy demasiado viejo para mirar a los adolescentes ser, y sentirse como el celta del siglo trece viviendo en el Renacimiento. Cualquier intento por encajar es patético y soez. Desagradable a la vista y al gusto. La dignidad, hoy, para nosotros está en reformular nuestra libertad y proyectarla hacia el futuro. Pero sin duda alguna, nuestros hijos van a vivir en un mundo, cuando menos, muy interesante.
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