[...] Una de las manías más recurrentes de Cristina era, sin duda alguna, la de ver manchas en cualquier tela o superficie. Nada estaba suficientemente limpio, sin importar cuántas horas pasase limpiando el mismo punto usando toda clase de productos desinfectantes. Al despertar envuelta en sábanas desconocidas, en un pequeño cuarto oscuro y frío, la muchacha vio manchas de todos colores y formas en el techo, suelo y cama. En ese instante, quiso poder flotar, y así salir de esa habitación sin la necesidad de poner sus pies en el piso, o tocar las paredes para apoyarse.
Miró alrededor en busca de algún recurso que pudiese utilizar para salir de tan embarazosa situación; estar desmayada en la cama de desconocidos no era precisamente su idea de libertad. Sin embargo, lo único que encontró fue la mirada escrutadora de un delgado y pálido joven, tal vez dos cabezas más alto que ella, que vestía ropas muy desgastadas y que tenía ojos que a la muchacha le parecieron profundamente negros. De hecho, no recordaba haber visto una oscuridad así en algún otro ojo de persona que hubiese conocido.
- ¿Quién eres y qué haces aquí? - preguntó secamente el chico. A Cristina le llamó poderosamente la atención, e incluso la asustó un poco, el que apenas se moviesen los músculos de su rostro cuando hablaba, lo que hacía que no tuviese expresión alguna. Era imposible saber si estaba molesto o preocupado; simplemente su voz salía desde el fondo de su ser arrastrando cada palabra, como si el ejercicio de hablar tuviese extrema dificultad para él y cada sílaba lo agotase significativamente.
- Me llamo Cristina, llegué aquí de curiosa, disculpa las molestias que pude haber causado - respondió modestamente la rubia, que no podía desviar su mirada de los ojos del alto joven, y había olvidado cualquier mancha que pudiese haber visto en la habitación.
El muchacho no respondió. La joven esperaba que él también se presentase o respondiese a sus sinceras disculpas, pero sólo le dio la espalda y se alejó de la habitación. Cristina escuchó una voz susurrante, y luego vio en la puerta del cuarto a una chica de su edad, de cabello castaño y liso, redondos ojos esmeralda y tez tan blanca que reflejaba la escasa luz que entraba por una enmohecida ventana. Pese a su severa delgadez, a la nerviosa rubia le pareció que era una mujer bellísima.
- Escuché que te llamas Cristina, ¿no? ¡Qué lindo nombre tienes! Yo soy Clarissa - dijo la joven, con voz dulce y cargada de un curioso acento foráneo. Su sonrisa era tan luminosa como el brillo de sus ojos, cargados de una energía que calmaba profundamente a la neurótica Cristina y le parecía imposible de describir con palabras.
- Hola. Oye, discúlpame por haber entrado a tu casa sin permiso... Es que tuve curiosidad, no tenía intención de hacer nada malo.
- No te preocupes. Cuando vi que te desmayaste en mi pasillo, no sabía qué pensar, pero imagino que tienes una buena explicación para ello.
- ¿Quién eres y qué haces aquí? - preguntó secamente el chico. A Cristina le llamó poderosamente la atención, e incluso la asustó un poco, el que apenas se moviesen los músculos de su rostro cuando hablaba, lo que hacía que no tuviese expresión alguna. Era imposible saber si estaba molesto o preocupado; simplemente su voz salía desde el fondo de su ser arrastrando cada palabra, como si el ejercicio de hablar tuviese extrema dificultad para él y cada sílaba lo agotase significativamente.
- Me llamo Cristina, llegué aquí de curiosa, disculpa las molestias que pude haber causado - respondió modestamente la rubia, que no podía desviar su mirada de los ojos del alto joven, y había olvidado cualquier mancha que pudiese haber visto en la habitación.
El muchacho no respondió. La joven esperaba que él también se presentase o respondiese a sus sinceras disculpas, pero sólo le dio la espalda y se alejó de la habitación. Cristina escuchó una voz susurrante, y luego vio en la puerta del cuarto a una chica de su edad, de cabello castaño y liso, redondos ojos esmeralda y tez tan blanca que reflejaba la escasa luz que entraba por una enmohecida ventana. Pese a su severa delgadez, a la nerviosa rubia le pareció que era una mujer bellísima.
- Escuché que te llamas Cristina, ¿no? ¡Qué lindo nombre tienes! Yo soy Clarissa - dijo la joven, con voz dulce y cargada de un curioso acento foráneo. Su sonrisa era tan luminosa como el brillo de sus ojos, cargados de una energía que calmaba profundamente a la neurótica Cristina y le parecía imposible de describir con palabras.
- Hola. Oye, discúlpame por haber entrado a tu casa sin permiso... Es que tuve curiosidad, no tenía intención de hacer nada malo.
- No te preocupes. Cuando vi que te desmayaste en mi pasillo, no sabía qué pensar, pero imagino que tienes una buena explicación para ello.
Quien decidió recibirla fue Clarissa, una delgada y pálida, aun así hermosa, joven de 19 años. Contó a Cristina que ella era algo así como la "madre" de esta improvisada familia, conformada además por su hermano Bastian, de 15 años, y por Bartolomé, un silencioso joven bastante delgado, de rostro triste y ojos profundamente oscuros, carente de sonrisa y que a juzgar por su aspecto debía tener unos 18 años. Clarissa le dijo que ella y su hermano habían llegado muy pequeños desde algún país nórdico indocumentados, y sus padres murieron en un brote de influenza. Desde entonces, ellos vivían en este barrio. Pero cuando Cristina quiso preguntar por Bartolomé, algo en su interior le dijo que no era correcto. No ahora.
Con el paso de los días, Cristina fue comprendiendo varias cosas sobre sus nuevos "amigos". Bastian era un pandillero adicto a varias drogas, y todo el dinero que ganaba en sus dos trabajos lo gastaba en sus vicios. Bartolomé salía muy temprano en las mañanas, y trabajaba en todo aquello que podía durante el día, y todo su dinero lo traía al hogar. A pesar que no eran grandes ingresos, bastaban para una calidad de vida mejor que la que los chicos tenían; sin embargo, por alguna razón el dinero se esfumaba en cuestión de horas. Poco tardó Cristina en notar que Clarissa estaba siempre en casa porque estaba muy enferma. El dinero servía para comprar sus medicinas y comida para todos. Y fue después de unas semanas que Cristina supo que Clarissa había trabajado en la calle cuando era adolescente, y había contraído un virus mortal que la tenía muy vulnerable a cualquier enfermedad. Sus medicinas eran caras, y aunque ella no estaba de acuerdo, Bartolomé no la escuchaba y trabajaba día y noche para reunir dinero para que ella se sintiese mejor.
Con el paso de los días, Cristina fue comprendiendo varias cosas sobre sus nuevos "amigos". Bastian era un pandillero adicto a varias drogas, y todo el dinero que ganaba en sus dos trabajos lo gastaba en sus vicios. Bartolomé salía muy temprano en las mañanas, y trabajaba en todo aquello que podía durante el día, y todo su dinero lo traía al hogar. A pesar que no eran grandes ingresos, bastaban para una calidad de vida mejor que la que los chicos tenían; sin embargo, por alguna razón el dinero se esfumaba en cuestión de horas. Poco tardó Cristina en notar que Clarissa estaba siempre en casa porque estaba muy enferma. El dinero servía para comprar sus medicinas y comida para todos. Y fue después de unas semanas que Cristina supo que Clarissa había trabajado en la calle cuando era adolescente, y había contraído un virus mortal que la tenía muy vulnerable a cualquier enfermedad. Sus medicinas eran caras, y aunque ella no estaba de acuerdo, Bartolomé no la escuchaba y trabajaba día y noche para reunir dinero para que ella se sintiese mejor.
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