[...] Inmersa en sus pensamientos y en una palpitante sensación de inseguridad, vagó durante algunos días, y comió y durmió gracias a un poco de dinero que tenía ahorrado. Pero esos recursos eventualmente se agotaron, y Cristina se vio enfrentada a una disyuntiva: pasar hambre y frío en la calle, o volver en silencio a su hogar, pretendiendo que nada había ocurrido, presa de la incertidumbre sobre el efecto de sus acciones en sus estrictos padres. Sacudió su cabeza, como solía hacer cuando quería despejarse de dudas, y pensó que nada de lo que estaba haciendo tendría sentido si continuaba teniendo miedo a lo que su familia diría sobre ella.
Escogió la primera opción, aun sin saber a qué se enfrentaba ni lo que encontraría, pero confiada en que no era la primera persona que hacía esa travesía ni sería la última. Tal vez una dosis prudente de ingenio y sentidos en constante alerta serían la medida lógica para sobrevivir en ese mundo totalmente desconocido para su burguesa y adolescente mente.
Escogió la primera opción, aun sin saber a qué se enfrentaba ni lo que encontraría, pero confiada en que no era la primera persona que hacía esa travesía ni sería la última. Tal vez una dosis prudente de ingenio y sentidos en constante alerta serían la medida lógica para sobrevivir en ese mundo totalmente desconocido para su burguesa y adolescente mente.
El destino la puso pronto en un barrio complejo, repleto de delincuencia, drogas y prostitución. Las noches la encontraron hambrienta, sucia y asustada, ocultándose en las sombras y mimetizándose en la pobreza. Repensó en numerosas ocasiones el regresar al cálido y seguro hogar, pero descubrió que su voluntad era bastante superior a las expectativas que ella tenía de sí misma. Y dedujo también que si había sido capaz de mantener su postura en base a argumentos racionales y no a un falso orgullo que jamás la había acompañado cuando podría haberle dado alguna clase de uso, estaba en sus manos gestionar una estrategia para conseguir comida y abrigo.
Al cabo de un par de semanas, aprendió que los restoranes botan bolsas repletas de comida en buen estado, y que si era capaz de obviar el detalle de que efectivamente estaría comiendo desde la basura, podría mantenerse bastante bien mientras no la descubriesen. Y al mismo tiempo, comprendió que los callejones no son lugares tan inmundos para dormir si era capaz de aislarse muy bien del mundo con cartones y suficientes cobijas y trapos. Probablemente no era un proyecto de vida deslumbrante y envidiable, pero era suyo, y cada evento que constituía sus apacibles días había nacido de una decisión propia. No obstante, todavía necesitaba satisfacer algunas necesidades básicas que por el momento resolvía de maneras muy distantes a un sentido general de dignidad, como el aseo personal y sus asuntos femeninos. Motivada por la vergüenza que aquello le producía, Cristina recorrió el barrio en busca de soluciones, y llegó a un pequeño pasadizo, cerca del límite de ese vecindario y el siguiente, el cual era mucho más peligroso. Incluso ella, que sólo leía en los periódicos lo que concernía a espectáculos y resolvía los crucigramas, sabía que pocos en sano juicio se internaban allí y salían intactos. En el estrecho callejón encontró una pequeña y oxidada puerta, que conducía a un sencillo y antiguo apartamento...
La muchacha, que parpadeaba bastante menos que el resto de las personas que conocía y detestaba sus tobillos, no sólo era una mujer temperamental, insegura, paranoica, compulsiva y maníaca. Una característica que la definía tan bien como aquellas, es que era una chica muy curiosa. Simplemente no resistía el llamado de lo desconocido, incluso si eso significaba una posterior reprimenda o caer rodando por una colina. Le tomó escasos segundos decidir abrir la vetusta puerta y caminar en puntas por el suelo de madera, que pese a sus precauciones crujía como si caminase sobre cientos de caracoles. La suave voz de una mujer joven que tenía extraño acento extranjero la detuvo con violencia; Cristina trataba de contener la respiración y mantener la incómoda pose en que había quedado congelada por el temor a ser descubierta, y sintió pánico al escuchar los pasos de alguien que se acercaba al pasillo que recorría. Cuando oyó pasos que también se aproximaban por detrás, sintió la urgencia de desaparecer en una nube de humo, o en su defecto, orinar. Siempre que se ponía muy nerviosa, tenía que orinar; de lo contrario, su vejiga se haría notar en cada cosa que la rubia muchacha hiciese durante esos minutos, y la tortura sería descomunal. Y como la chica no era precisamente una amazona entrenada en defensa personal y dar grandes saltos de huida, cuando una arrastrada y hostil voz de hombre preguntó quién era y qué hacía allí, Cristina simplemente gritó y cayó de rodillas al suelo, sintiendo que el aire de la habitación era succionado abruptamente y perdiendo el conocimiento. [...]
Al cabo de un par de semanas, aprendió que los restoranes botan bolsas repletas de comida en buen estado, y que si era capaz de obviar el detalle de que efectivamente estaría comiendo desde la basura, podría mantenerse bastante bien mientras no la descubriesen. Y al mismo tiempo, comprendió que los callejones no son lugares tan inmundos para dormir si era capaz de aislarse muy bien del mundo con cartones y suficientes cobijas y trapos. Probablemente no era un proyecto de vida deslumbrante y envidiable, pero era suyo, y cada evento que constituía sus apacibles días había nacido de una decisión propia. No obstante, todavía necesitaba satisfacer algunas necesidades básicas que por el momento resolvía de maneras muy distantes a un sentido general de dignidad, como el aseo personal y sus asuntos femeninos. Motivada por la vergüenza que aquello le producía, Cristina recorrió el barrio en busca de soluciones, y llegó a un pequeño pasadizo, cerca del límite de ese vecindario y el siguiente, el cual era mucho más peligroso. Incluso ella, que sólo leía en los periódicos lo que concernía a espectáculos y resolvía los crucigramas, sabía que pocos en sano juicio se internaban allí y salían intactos. En el estrecho callejón encontró una pequeña y oxidada puerta, que conducía a un sencillo y antiguo apartamento...
La muchacha, que parpadeaba bastante menos que el resto de las personas que conocía y detestaba sus tobillos, no sólo era una mujer temperamental, insegura, paranoica, compulsiva y maníaca. Una característica que la definía tan bien como aquellas, es que era una chica muy curiosa. Simplemente no resistía el llamado de lo desconocido, incluso si eso significaba una posterior reprimenda o caer rodando por una colina. Le tomó escasos segundos decidir abrir la vetusta puerta y caminar en puntas por el suelo de madera, que pese a sus precauciones crujía como si caminase sobre cientos de caracoles. La suave voz de una mujer joven que tenía extraño acento extranjero la detuvo con violencia; Cristina trataba de contener la respiración y mantener la incómoda pose en que había quedado congelada por el temor a ser descubierta, y sintió pánico al escuchar los pasos de alguien que se acercaba al pasillo que recorría. Cuando oyó pasos que también se aproximaban por detrás, sintió la urgencia de desaparecer en una nube de humo, o en su defecto, orinar. Siempre que se ponía muy nerviosa, tenía que orinar; de lo contrario, su vejiga se haría notar en cada cosa que la rubia muchacha hiciese durante esos minutos, y la tortura sería descomunal. Y como la chica no era precisamente una amazona entrenada en defensa personal y dar grandes saltos de huida, cuando una arrastrada y hostil voz de hombre preguntó quién era y qué hacía allí, Cristina simplemente gritó y cayó de rodillas al suelo, sintiendo que el aire de la habitación era succionado abruptamente y perdiendo el conocimiento. [...]
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