No eran pocas las manías que Cristina cargaba cada mañana. Sumadas a las que aparecían en ella por la tarde, seguramente alguien podría definirla como una mujer neurótica. Tal vez por ello, la rubia joven veía manchas en todo trozo de tela, gérmenes en los asientos y cubiertos de los restoranes, sentía que cada día que pasaba el oxígeno se iba acabando en la atmósfera o se duchaba al menos cuatro veces en un día nublado, y todos en su variopinta familia estaban bastante acostumbrados a esas conductas, casi al punto de parecerles normales. No obstante, la tímida muchacha estaba lejos del parámetro normal de la sociedad en que estaba inserta, que de por sí era bastante excéntrica.
Cristina pertenecía a una de las familias más acaudaladas de su ciudad, y su riqueza sólo era superada por su influencia, poder y tradición histórica y social. La chica no tenía nada de eso en su personalidad, por más que lo llevase en la sangre. De aspecto desaliñado y actitud abstraida, solía caminar por las calles repitiéndose en voz baja lo que debía hacer unos minutos después para no olvidarlo y jugando con una moneda entre sus dedos, pasándola rápidamente desde pulgar a meñique, cambiando el ritmo y la lógica del leve salto del redondo trozo de bronce de forma experta y envidiable. Poco sabía ella que, varios años en el futuro, sus contemporáneos del colegio dirían que esa actitud asocial la convertía en una de las chicas más codiciadas de la alta sociedad, cosa que si hubiese sabido en el momento correcto, la habría avergonzado y enfurecido hasta el punto de perder la respiración. Porque la despistada rubia tenía un temperamento difícil, y podía perder el control fácilmente con las más sencillas e inverosímiles provocaciones. E incluso sin mediar confrontación alguna.
Una mañana de lunes, la paranoica joven rindió las pruebas de admisión para la universidad de la ciudad, una de las más prestigiosas de su país. Todos los ojos de su parentela estaban puestos en su desempeño, pues se esperaba que la menor de tres hijos estuviese no sólo a la altura de sus exitosos hermanos mayores, sino que continuase el legado intelectual e histórico de su linaje siguiendo una carrera en medicina, leyes o negocios, como su padre. Cristina y el lápiz grafito que ese día la acompañó, sin embargo, conocían una verdad diferente. Ella no sabía bien qué quería hacer con su vida, estaba nerviosa y asustada de la posibilidad de defraudar a su familia y además comenzaba a invadirla la idea de que la sala estaba llena de gérmenes y hongos diminutos. Cada vez que pintaba un círculo en la hoja de respuestas sentía como el aire conducía los impíos susurros de miles de bacterias cínicas y furtivas, que esperaban un momento de descuido de la neurótica rubia para invadir su piel y no abandonarla jamás. Era imperativo que ella no perdiese de vista la ventana, porque ese era el lugar por donde se acercarían sus peores enemigos. Pronto, nada de eso importó. El tiempo de los exámenes expiró, y envolviendo su delgado y largo cuello con una gruesa bufanda de lana de alpaca, regresó a casa sin saber qué decir para explicar su rotundo fracaso, pero aliviada porque los gérmenes invasores no lograron saborear la victoria gracias a su excelente vigilancia.
Nunca había tenido Cristina tantos ceños fruncidos frente a su cándido rostro al mismo tiempo. Los argumentos parecían desvanecerse entre sus labios en forma de rodajas de naranja cada vez que miraba los ojos decepcionados de su espigado y robusto padre. La muchacha no recordaba haberlo visto tan alto como ese día. Comenzó a observar su sombra, y la forma en que las ondulaciones de la cortina al compás del viento hacían que la figura de su padre se agitase como una vulgar gelatina. Vinieron a su memoria numerosas películas de terror que había visto en su niñez, y pronto posó su mente en los dibujos animados que tanto le gustaban. Sonrió involuntariamente por algunos minutos, y cuando comenzó a hilar las pocas ideas que captó del sermón que su familia le gritó de forma ofensiva y resentida, una profunda sensación de incomprensión y vacío cubrió su rostro de seriedad, por el resto de ese día y bastantes otros de esa temporada.
Las manías y el temperamento oscilante no eran lo único que caracterizaba a la desorientada joven de largo y liso cabello rubio y fríos ojos pardos. Incluso antes de descubrir el rock, los cigarrillos mentolados, la cerveza negra o la literatura de drama y misterio, Cristina sabía que nada tenía en común con quienes compartían sus espacios y debían brindarle afecto por responsabilidad, costumbre y obligación. Cada intento por encajar en el sistema que sus parientes habían construido y perpetuado durante décadas había concluido en llanto desconsolado y en miradas despreciativas por parte de sus padres y hermanos. Por algunos años, hizo todo lo que rondó su imaginación para pertenecer al sitio donde nació y creció, pero sentía que mientras más se esforzaba por callar la voz que en su interior reclamaba libertad, más retardaba su maduración y comprensión del mundo, anhelo que la desvelaba con frecuencia y agobiaba su corazón. Supo de pronto que, tal vez, el problema no estaba en ella, sino en que intentaba crecer y ser feliz en el lugar incorrecto; mientras siguiese tratando de complacer a sus padres no tendría control sobre su propia vida. Abandonó la enorme casa familiar una calurosa tarde de domingo, con una pequeña mochila a cuestas y el firme deseo de ser libre y conocer aquello que estaba más allá de lo que su sistema social admitía. [...]
Una mañana de lunes, la paranoica joven rindió las pruebas de admisión para la universidad de la ciudad, una de las más prestigiosas de su país. Todos los ojos de su parentela estaban puestos en su desempeño, pues se esperaba que la menor de tres hijos estuviese no sólo a la altura de sus exitosos hermanos mayores, sino que continuase el legado intelectual e histórico de su linaje siguiendo una carrera en medicina, leyes o negocios, como su padre. Cristina y el lápiz grafito que ese día la acompañó, sin embargo, conocían una verdad diferente. Ella no sabía bien qué quería hacer con su vida, estaba nerviosa y asustada de la posibilidad de defraudar a su familia y además comenzaba a invadirla la idea de que la sala estaba llena de gérmenes y hongos diminutos. Cada vez que pintaba un círculo en la hoja de respuestas sentía como el aire conducía los impíos susurros de miles de bacterias cínicas y furtivas, que esperaban un momento de descuido de la neurótica rubia para invadir su piel y no abandonarla jamás. Era imperativo que ella no perdiese de vista la ventana, porque ese era el lugar por donde se acercarían sus peores enemigos. Pronto, nada de eso importó. El tiempo de los exámenes expiró, y envolviendo su delgado y largo cuello con una gruesa bufanda de lana de alpaca, regresó a casa sin saber qué decir para explicar su rotundo fracaso, pero aliviada porque los gérmenes invasores no lograron saborear la victoria gracias a su excelente vigilancia.
Nunca había tenido Cristina tantos ceños fruncidos frente a su cándido rostro al mismo tiempo. Los argumentos parecían desvanecerse entre sus labios en forma de rodajas de naranja cada vez que miraba los ojos decepcionados de su espigado y robusto padre. La muchacha no recordaba haberlo visto tan alto como ese día. Comenzó a observar su sombra, y la forma en que las ondulaciones de la cortina al compás del viento hacían que la figura de su padre se agitase como una vulgar gelatina. Vinieron a su memoria numerosas películas de terror que había visto en su niñez, y pronto posó su mente en los dibujos animados que tanto le gustaban. Sonrió involuntariamente por algunos minutos, y cuando comenzó a hilar las pocas ideas que captó del sermón que su familia le gritó de forma ofensiva y resentida, una profunda sensación de incomprensión y vacío cubrió su rostro de seriedad, por el resto de ese día y bastantes otros de esa temporada.
Las manías y el temperamento oscilante no eran lo único que caracterizaba a la desorientada joven de largo y liso cabello rubio y fríos ojos pardos. Incluso antes de descubrir el rock, los cigarrillos mentolados, la cerveza negra o la literatura de drama y misterio, Cristina sabía que nada tenía en común con quienes compartían sus espacios y debían brindarle afecto por responsabilidad, costumbre y obligación. Cada intento por encajar en el sistema que sus parientes habían construido y perpetuado durante décadas había concluido en llanto desconsolado y en miradas despreciativas por parte de sus padres y hermanos. Por algunos años, hizo todo lo que rondó su imaginación para pertenecer al sitio donde nació y creció, pero sentía que mientras más se esforzaba por callar la voz que en su interior reclamaba libertad, más retardaba su maduración y comprensión del mundo, anhelo que la desvelaba con frecuencia y agobiaba su corazón. Supo de pronto que, tal vez, el problema no estaba en ella, sino en que intentaba crecer y ser feliz en el lugar incorrecto; mientras siguiese tratando de complacer a sus padres no tendría control sobre su propia vida. Abandonó la enorme casa familiar una calurosa tarde de domingo, con una pequeña mochila a cuestas y el firme deseo de ser libre y conocer aquello que estaba más allá de lo que su sistema social admitía. [...]
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